"La guerra que no cesa"
Javier Pradera
No se puede cuestionar que la línea editorial de El País ha apoyado las recientes actuaciones del juez Garzón, y que éstas, como mínimo, han servido para reabrir a los medios de comunicación mayoritarios la cuestión de memoria histórica, arrinconada tras protestas a la tibia ley por parte de familiares de víctimas y asociaciones que trabajan por su recuperación. Sin embargo, he podido constatar que la sensibilidad de este medio de comunicación ha evolucionado por las formas y ciertos contenidos contradictorios con su pasado, como el que paso a comentar.
El primer juicio de Javier Pradera no es muy amable. Se centra en que la iniciativa del juez: (…) añade todavía más confusión jurídica al ya caótico panorama creado por la llamada Ley de la Memoria Histórica de 26 de diciembre de 2007. El fiscal niega la competencia de la Audiencia Nacional...”
Sigue, comparando la iniciativa con comisiones creadas en otros continentes para sacar a la luz la “Verdad”:“…Se diría que Garzón (…) pretende cambiar su condición de instructor de una causa penal por el papel de promotor de una Comisión de la Verdad extrajudicial al estilo de las que operaron en el Cono Sur, Centroamérica y Suráfrica...”
No se lo negamos. Y ciertamente me parecen más decisivos los instrumentos que va a usar el juez para recabar información que la propia decisión sobre si se trata o no de un crimen contra la humanidad. Se han pedido numerosos documentos que, espero, verán la luz pública y dejarán aún más en ridículo las voces que cuestionan el genocidio, el golpe de Estado, e incluso la naturaleza misma de la dictadura y, éstas, son pruebas irrefutables.
Declarar que la dictadura cometió un crimen de lesa humanidad, esto es, el exterminio sistemático por parte de un Estado o particulares, de un grupo social por motivos de raza, religión, etnia, o, como en este caso, ideológicos o políticos, es necesario, pero debe hacerse con la seguridad de que quién lo hace es competente. Si no es así, y no se llega a ninguna parte, el riesgo que se corre es socavar la credibilidad del poder judicial y decepcionar una vez más a todos aquellos que siguen exigiendo justicia y dignidad.
Pero vuelvo al artículo, y me encuentro con un razonamiento conservador, habitualmente parejo a “es mejor no remover el pasado” o “hay que dejar cicatrizar las heridas”, y es ese de “enfrenta a los españoles”;
“…una envenenada polémica que enfrenta pasionalmente a grupos sociales ligados ideológica o emocionalmente a los recuerdos de la guerra y de la dictadura…”
Y, luego, me quedo pasmado con un párrafo que califica como “anomalía”, “necedad” y “solemne tontería” el pacto de silencio.
“La singularidad española es que se continúen buscando en 2008 las responsabilidades individuales de los crímenes cometidos entre 1936 y 1975, a los 33 años de iniciada la transición y 72 años después de comenzada la Guerra Civil. Por mucho que se repita la necedad, la atribución de esa anomalía a un pacto de silencio solapadamente suscrito en 1978 por franquistas cínicos e izquierdistas claudicantes continuará siendo una solemne tontería.”
Ahora pido a Javier Pradera un ejercicio de memoria histórica respecto a su diario, y traigo aquí el siguiente artículo extraído de El País, con fecha 20/02/1998:
TRIBUNA: JOSÉ ANTONIO GABRIEL Y GALÁN
"El pacto de silencio”
Reproduzco la primera mitad íntegra y literal del artículo, con el fin de enseñar al periódico el espejo en el que debiera contemplarse y que ustedes vean con claridad cristalina cómo “evolucionan” las ideas, las personas y, por supuesto, las grandes empresas;
“El pacto de no agresión firmado en el aire en los albores de la transición entre las nuevas fuerzas democráticas emergentes y los colaboracionistas es una de las más sutiles y paradójicas convenciones realizadas en este país a lo largo de toda la historia. Es seguro que no se firmó nada. Los historiadores del futuro no encontrarán papeles ni cartapacios repujados con las rúbricas de los responsables. Habrán, simplemente, de colegir su existencia a partir de indicios racionales, de piezas sueltas que sólo encajan de una determinada manera en el rompecabezas de la época. Este pacto, aún no bautizado por los historiadores, a pesar de tener más de 13 años de edad, no es hijo en absoluto de la política de reconciliación nacional (PRN), de filiación comunista, promulgada mucho tiempo antes. Permítanme, pues, erigirme en sacerdote nominador y aplicarle el calificativo de pacto de silencio. ¿Qué significaba aquel extraño y quizá imprescindible convenio susurrado entre las sombras de la noche, de manera un tanto vergonzante, y del que no se podría tomar acta pública? Venía a intercambiar la culpabilidad de un grupo por las manos libres del otro. La culpabilidad la llevaban a cuestas los que habían colaborado más o menos estrechamente con el franquismo, pero estaban dispuestos a desengancharse y a caucionar el nuevo sistema. Por su parte, los demócratas del más diverso signo obtenían así la posibilidad de actuar en un nuevo marco conducente a la libertad. El pacto era, ciertamente, de no agresión. Los colaboracionistas se beneficiarían de un manto de silencio; se les trataría como si nada hubiera ocurrido. Ni siquiera sería necesario recurrir a una ley de obediencia debida. Es más, su concurso para la construcción del nuevo edificio político se consideraba no sólo útil, sino imprescindible. Fraga sería el paradigma de aquel tácito apretón de manos. De esta abracadabrante manera, don Manuel se convirtió en pilar de la transición; se daba un tajo a la historia y se convenía que el currículo de Fraga daba comienzo en 1975”.
Y sigue… el artículo completo en el enlace:
El último párrafo, el columnista crítica la influencia de la terminología usada en los genocidios cometidos por dictaduras latinoamericanas sobre lo que se escribe en nuestro país, con respecto al término “desaparecidos”;
“… El nuevo encasillamiento de los desaparecidos como figura victimaria especial de la guerra civil española -en sustitución de los paseados- refleja la anacrónica influencia terminológica ejercida por la represión de las dictaduras militares del Cono Sur sobre el golpe de 1936”.
Quizás no sea exacto utilizar esa palabra para todas las víctimas, pero hay que considerar que gran parte de las fosas si están desaparecidas, por su destrucción, o porque ya no hay posibilidad de recoger testimonios que ayuden a su localización, y, por tanto, también las personas allí enterradas permanecen desaparecidas para sus familiares y para el conjunto de la sociedad. Dejar atrás el término “paseados” me parece correcto por la carga peyorativa que arrastra calificar de esa manera a personas secuestradas para su exterminio.
Cada vez que he discutido con mi padre sobre “el pacto de silencio”, él, un felipista convencido, me dice que fue “necesario” por temor a los militares y el riesgo a un golpe de Estado, pero nunca lo ha negado, nunca cuestiona su existencia. Por mi parte, argumento que si el temor era al golpe y este ya lo sufrimos poco después ¿Cuáles son nuestros temores ahora?
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